La historia del mundo contemporáneo nos muestra toda una serie de discursos, hitos y efemérides que son reiteradas y remarcadas ante cada posibilidad que se abre: guerras mundiales, conquistas, grandes civilizaciones, imperios y batallas son solo algunos ejemplos de esta galería de supuestos ilustres que han conformado, a través del tiempo, lo que consideramos como nuestro “mundo conocido”.
En concordancia con lo anterior, la construcción espacial del mundo contemporáneo también dependió (y depende) de este derrotero de eventos, los cuales han marcado de una u otra forma las maneras en las cuales hoy reconstruimos nuestra percepción global. Dentro de ello, nos desvivimos pensando en el Imperio Romano, la Grecia Clásica y el efímero reinado de Alejandro Magno, la expansión napoleónica y luego las disputas entre potencias europeas que construyeron una contemporaneidad a fuerza de guerras mientras en el norte de América se redefinían las lógicas mundiales. Todo ese discurrir episódico nos resulta cercano, familiar o amistoso, como algo que es “necesario” conocer, localizar y señalar como muestra de un bagaje cultural socialmente aceptable.
Sin embargo, detrás de estas cuestiones se ocultan –en muchos casos intencionalmente- territorios y espacios otros que también han sido una parte importante del devenir histórico y que como formaciones geográficas específicas se han constituido como pilares civilizatorios de gran trascendencia, aunque paradójicamente no aparezcan consolidados dentro de los conocimientos mínimos de la sociedad. Es más, sin arriesgar mucho, la mayoría de ellos se han perdido dentro de la vorágine de transformaciones espaciales iniciadas por la oleada globalizatoria durante el siglo XV.
Y es que tal como reza ese antiguo dicho, la historia la escriben los vencedores. Y Europa ha sabido aceitar, parafraseando la teoría de Schumpeter, esa maquinaria de destrucción creativa que supo erguirse tras las pestes y las luchas intestinas del medioevo llevando en sus viajes de exploración, conquista y colonización toda una serie de transformaciones que sepultarían en lo más profundo de aquellos territorios todo vestigio de civilización existente, algo que la oligarquía vernácula se encargaría de replicar durante la llamada Campaña al Desierto de finales del siglo XIX.
África ha resultado ser en esta historia la víctima directa de la expansión europea. Y con ella, gran parte de su propia historia fue subsumida bajo un imaginario que solo afirmaba y repetía hasta el hartazgo la gran extensión de un continente completamente desconocido, caracterizado por una vastedad de desiertos, sabanas y selvas cuya fauna desafiante y su clima agobiante dificultaban todo desarrollo. Dentro de este cúmulo de construcciones quedaban los pueblos nativos, actores tácitos que solo cobraron existencia cuando fue necesario comenzar a aprovecharse de ellos.
A través de la esclavitud, la opresión y el avasallamiento, estos pueblos fueron obliterados del planeta, incluso llegando al extremo de destruir su arquitectura para evitar que existan registros de sociedades organizadas: el Reino Axumita, desarrollado entre el siglo I y el VII d.c. en el área del cuerno africano (lo que hoy es Etiopía y Somalía), el antiguo Reino del Congo, el Reino de Mali o el Reino Songhai –cuya Universidad de Sankoré se constituyó en el siglo XIV- son algunos ejemplos de sociedades organizadas y estructuradas que supieron expandirse sobre el territorio africano, pero cuya historia e impronta espacial resulta esquiva y difusa. Gran parte de la memoria de un continente fue estratégicamente dispersa entre un cúmulo de imaginarios soltados al viento del presunto progreso de las sociedades “occidentales”.
Sin embargo, hay una pequeña excepción a la regla: Egipto. De vital importancia para la comprensión de los procesos socioterritoriales desarrollados durante los últimos sesenta años, Egipto es un punto de referencia para pensar en clave geopolítica como pueden distintos territorios y diferentes civilizaciones sobrevivir o perderse en el olvido.
El imperio egipcio, una de las civilizaciones de mayor desarrollo de la antigüedad, fue parte de cada uno de los imperios y de los conflictos bélicos mencionados. Detalle no menor, la piedra de Rosetta –descubierta en 1799- localizada en territorio egipcio, permitió interpretar los jeroglíficos. Segundo detalle a considerar, Egipto se convirtió en el primer país africano en obtener su independencia (a excepción de Etiopía, jamás colonizado, y Liberia, lugar para los esclavos libertos). Roma, Grecia, Francia y Gran Bretaña, entre muchos otros, han sabido tener al territorio egipcio –ya devaluado- dentro de sus “posesiones”.
La indisimulable arquitectura egipcia, que hasta el día de hoy continúa sorprendiendo con sus espectaculares descubrimientos en medio del desierto, supo sobrevivir a la maquinaria destructiva del progreso europeo para posicionarse como un faro histórico y civilizatorio a la altura de todas las otras, aunque pagando un costoso y paradójico precio: para una parte de la sociedad contemporánea, Egipto no es África, no puede serlo.
Egipto ha sido convertido en una entidad cultural particularmente a-espacializada, disociada de su entorno, diferenciada de sus pares por tener mayores lazos con aquellos que escriben la historia: Egipto es pirámides y esfinges y faraones, pero todo aquello –según los imaginarios dominantes- no parece ser parte de África, aunque lo sea. Y este imaginario, a su vez, choca paradójicamente con otro, mucho más extendido, que entiende al continente africano como un único país.
Esa proximidad tan geográfica como simbólica con las potencias que nos han construido el mundo desde el eurocentrismo ha devenido en una frágil y forzada incompatibilidad ontológica sobre la cual es necesario trabajar, y que mejor manera que reconstruyendo espacialmente la impronta, tanto de los otros antiguos reinos africanos como la de sus sociedades contemporáneas. Es un desafío que aún resta asumir.