Hace un par de días se cumplió un nuevo aniversario de la Declaración de la Independencia que dio origen a lo que hoy es la República Argentina.
A partir de allí –y a lo largo de los años- lo que en un principio se erigió como la materialización del deseo de romper los lazos coloniales, terminó evolucionando hasta constituirse como un Estado moderno y soberano. Eso es un motivo para festejar, claro está.
Pero en este contexto cambiante y complejo, cada Nueve de Julio también se convierte en una fecha que nos sirve para poder reflexionar algunos minutos sobre dos conceptos cuya definición hoy parece estar tan clara como a la vez –y paradójicamente- difusa: en primer lugar, la Independencia. Y en segundo término, la soberanía. Más aún cuando se los debe pensar desde un enfoque geográfico.
Por eso les invito a que me acompañen con la lectura de este breve texto.
Normalmente al referirnos a la Independencia solemos hacerlo prácticamente sin titubeos: en el imaginario colectivo, la independencia es el acto de romper las ataduras que nos vinculan –por lo general de forma perjudicial- con un tercero en cuestión.
Esta noción de independencia es la comúnmente aceptada y extendida. Ya sea que el vínculo que se quiebre responda a un tema económico o político, el final de esa relación es coronada por la llegada de una nueva etapa: la de la libertad.
Es en ese sentido que las primeras acepciones vinculadas al concepto de Independencia reflejaban precisamente esto: la toma de posición adoptada por los pueblos americanos a lo largo de todo el continente, en relación al colonialismo europeo.
Así que en un recorrido lineal podemos encontrar una primera declaración de Independencia al proclamarse como tal la incipiente unión de estados que originarían los Estados Unidos de América. También Haití se convirtió en el primer país latinoamericano en obtener ese estatus, el 1 de Enero de 1804.
De igual forma, ese espíritu de liberación se volcó luego a nuestras latitudes, en un derrotero por todos conocido: la sucesión de guerras independentistas latinoamericanas que culminaron con la opresión de la corona española se convertiría en una épica cimentada en base a fuego, sangre, esfuerzos y sacrificios (donde tampoco faltaron algunas traiciones en el camino).
En simultáneo, la idea de independencia se asociará a otro concepto clave que se acuña al calor de la Modernidad: el de la emancipación. Sin perder coherencia, y en pleno auge de las ideas liberales, esta independencia-emancipación era vista como un paso hacia una “mayoría de edad” histórica, política y social, hacia una vida sin ningún tipo de tutelaje que permitiría –en teoría- el desarrollo ideal de aquellos sujetos.
Pero en el sistema mundo…
El sistema internacional que se consolidó con el desarrollo de las Revoluciones Industriales, y principalmente con la segunda, a mediados del siglo XIX, traería consigo nuevas perspectivas.
El paulatino ordenamiento espacial del planeta, caracterizado por sus asimetrías, trasladó al ideal de emancipación e independencia nuevas dimensiones, orientadas en mayor medida a dar respuesta a nuevas necesidades que surgían en tanto y en cuanto las relaciones internacionales –con su intrínseca competencia interestatal- convertían al mundo en un tablero de juego en donde el objetivo era asegurar la mayor cantidad de territorios y recursos para abastecer la propia maquinaria. Libertad, desarrollo…pero faltaba algo más.
Así fue que al ideal de independencia se le adjudicó una nueva dimensión: la del principio de autodeterminación y no intervención. A partir de esto, dentro del sistema internacional comenzaron a surgir acuerdos de intereses tan variables como su geometría –la Conferencia de Berlín, desarrollada entre 1884 y 1885 por las potencias europeas con el objetivo de repartirse el continente africano es solo un ejemplo- que apuntaban precisamente a delimitar las áreas de influencia de los distintos estados, y el reconocimiento internacional de las mismas. Inmiscuirse en algún territorio ajeno representaba una afrenta a aquel ideal emancipatorio, a la vez que un desafío a la independencia del Estado afectado y su población.
El concepto de soberanía
Este período perfeccionó el segundo concepto que vamos a analizar, el de la soberanía. ¿Y por qué decimos que lo perfeccionó? Porque si bien la idea del estado soberano –y la etimología del concepto- remiten a tiempos anteriores, fue a partir de la consolidación de los Estados Nación modernos y el despliegue global de un modelo productivo caracterizado por el capitalismo industrial mayoritariamente acumulativo (en los países que lideraron este proceso) devenido en carrera imperialista, que la noción de soberanía terminaría de moldearse.
En este contexto la soberanía se convirtió en atributo de estatidad, en un requisito imprescindible para ser reconocido como Estado a través de la capacidad de garantizar el control de sus territorios; algo que largamente nos han inculcado desde el nivel medio.
No obstante, así como el tiempo pasó y el capitalismo evolucionó hacia formas más dinámicas y agresivas de concentrar capitales, el concepto de soberanía también se transformó.
Paulatinamente comenzó a ser cuestionado ante la imposibilidad de abarcar la multiplicidad de procesos y dinámicas que implicaba la relación entre el Estado, la sociedad y el sistema internacional, en una veta teórica que encontró su cimiento a partir de la década de los setentas con un bagaje epistemológico que se enfocaba en criticar la supuesta neutralidad de ciertos procesos.
Hoy, pensar en la idea de Soberanía como una mera cuestión territorial resulta algo simple, frágil y con tendencia al reduccionismo. ¿Por qué? Porque la misma realidad internacional nos ha demostrado que el simple control territorial de un Estado no es más (ni menos) que una formalidad. Vigente y presente, pero no más que eso.
Existen múltiples cuestiones que pueden afectar, profundamente, la soberanía de un Estado, sin poner en discusión ni su control territorial ni el reconocimiento de sus pares.
Soberanía (s)
Por todo lo anterior, al momento de pensar en soberanía es hoy más adecuado referirnos a soberanías, o a la noción de soberanía ampliada. Una ampliación que va de la mano del desdoblamiento mismo de la idea de territorio (algo que discutiremos en futuras entregas) y que en la medida en que esta postmodernidad híper fluida avanza, nos brinda nuevas categorías de análisis para este concepto.
La primera de ellas es la Soberanía de tipo económico, que está representada por la capacidad que tiene un estado de asegurar los recursos económicos suficientes para satisfacer las necesidades de su población sin tener que recurrir a terceros (por terceros entiéndase financiamiento de organismos financieros internacionales, empréstitos de particulares transnacionales y/o bloques regionales). Quizás esta sea la más sencilla de identificar, la que estamos más acostumbrados a trabajar, y sobre la cual –lamentablemente- más ejemplos podemos citar en lo cotidiano.
También la soberanía alimentaria se convierte en otro foco de atención. Cuando pensamos en este tipo de soberanía, nos referimos a la capacidad de un Estado para satisfacer (siempre esta condición se repetirá, cual letanía, en cada tipo de soberanía) las necesidades alimenticias de su población, sin tener que depender –o al menos que su recurrencia no sea mayoritaria- de las importaciones.
Es claro que esto choca de lleno contra un sistema internacional cuya dinámica apunta a la maximización de las ganancias, y que en aquellos Estados cuyo desarrollo económico se sostiene gracias a una reprimarización de sus modelos productivos esta maximización se logra a través de la explotación de sus recursos naturales –desde la soja hasta los hidrocarburos-, lo cual paulatinamente transforma al aparato productivo en un corto abanico de commodities orientadas a la exportación. Casos como los de Liberia –cuya superficie cultivable pertenece casi en su totalidad a Firestone- o Chad –que dedica más de un 50% de su superficie cultivable a la producción de algodón pero que importa el 90% de sus alimentos- llevan a preguntarnos irremediablemente por los futuros inmediatos de una Sudamérica sojera.
Pero eso no es todo. También nos encontramos con la soberanía energética, que debe entenderse desde la misma lógica: esa capacidad de satisfacción, condicionada por las dinámicas globales de extracción, producción y comercialización que no solo han convertido al recurso en commodity y a su precio en víctima de los capitales especulativos: también han hecho un mercado de las emisiones de dióxido de carbono y de las energías renovables un lujo que pocos, poquísimos, pueden darse el gusto de desarrollar.
Y en esta misma línea es necesario mencionar otro tipo de soberanía, que es precisamente la tecnológica. Aquí la base de su definición cambia un poco, aunque la esencia se mantiene: esta soberanía se define por la decisión política de desarrollar la infraestructura suficiente para garantizar la matriz tecnológica necesaria, de acuerdo a los requerimientos de sus usuarios (su población).
Al pensar en esta soberanía debemos ampliar el área de influencia: podemos incluir desde el desarrollo tecnológico necesario para perfeccionar las técnicas más sofisticadas de extracción de hidrocarburos -por lo general en manos de transnacionales- pasando por el desarrollo tecnológico necesario para la ampliación de la matriz energética aportada por las energías renovables, hasta la tecnología aeroespacial. Todo ello, aclaro aunque resulte redundante, apoyado en políticas de promoción de las instituciones y centros científicos locales.
Llegado a este punto, podríamos pensar que llegamos al final, pero solo estamos promediando.
Existe otra soberanía –que en términos generales es la que más desapercibida pasa, pero la que mayor grado de afectación presenta-, que es la Cultural. Si bien vale aclarar que vivimos en una inevitable hiperculturalidad, herencia y daño colateral esperado de la globalización, es cierto también que la creciente apropiación de aspectos simbólicos, producciones artísticas, costumbres y reivindicaciones identitarias por parte de los grandes centros de producción ha tendido a diluir e incluso disolver aquellas cuestiones propias del folklore local, al tiempo que infiltra las propias, reemplazándolas hasta el punto de convertir lo vernáculo en exótico.
¿Y con la Educación, que pasa?
Algunos años atrás escribí un artículo donde desarrollaba el concepto de marginalidad educativa como una problemática que requería urgente atención, y dejaba una pregunta abierta hacia el cierre del mismo: ¿es posible pensar en la Educación como otra de las dimensiones cuya soberanía resulta vulnerada?
Pensemos por un segundo en lo que la Constitución indica respecto a la educación como un valor y un derecho universal. Y pensemos además en los propósitos formativos de ciudadanía emancipada que en sus documentos orgánicos residen. ¿En qué porcentaje se está garantizando?
Quizás podamos aventurar que los contenidos seleccionados dentro de los Diseños Curriculares muchas veces implican ciertos recortes temáticos que tienden a debilitar el ideal de formación emancipatoria por su parcialidad u omisión.
Pero más allá de eso, el desarrollo de la pandemia quizás haya dejado entrever con mayor intensidad que tanto el acceso a la educación como las herramientas necesarias para su normal desarrollo se encuentran cada vez más “monopolizadas” por empresas –pensemos en el Meet, el Classroom, el Zoom- cuya accesibilidad completa requiere un pago de por medio.
Contenidos seleccionados, miradas parciales, desfinanciamiento de lo público y privatización de los dispositivos educativos, todo nos lleva (o nos debería llevar) a poner nuestra atención en un problema que cada vez se hace más notorio: la paulatina pérdida de soberanía educativa.
Para concluir…
Y en este mismo contexto pandémico, existe otro tipo de soberanía que es necesario problematizar: la soberanía sanitaria. Contemplando la actual geopolítica de vacunas, las disputas entre laboratorios y Estados han reducido un problema global a una simple ecuación entre capacidad de compra y capacidades de producción.
Como siempre, de ello resultan perdedores y ganadores. Vemos que incluso en este ámbito, algo que en plena pandemia ni siquiera debería entrar en discusión: todos los Estados deberían ser capaces de garantizar la satisfacción de las necesidades sanitarias de su población, sea en materia de producción de vacunas como en la capacidad de comprarlas, como así también –y aclaro por las dudas- de garantizar la atención y el tratamiento de cualquier otro tipo de patología. Algo que resulta estar muy lejos de la realidad, incluso para las principales potencias económicas, lo cual nos abre la siguiente pregunta, que les dejo para reflexionar:
En este contexto, en el cual vemos que múltiples territorialidades de geometría variable delimitan y afectan múltiples soberanías, ¿cuán inseparable resulta ser, en el análisis crítico, la soberanía de la independencia?
Espero sus comentarios!
Docente, Escritor e Investigador.
Es el creador y director de Un espacio Geográfico, y autor de los libros «En el borde – Siete historias oscuras» y «Desde el infierno urbano», de reciente edición.
Es Licenciado en Enseñanza de las Ciencias Sociales con orientación en Didáctica de la Geografía por la Universidad Nacional de San Martín. Profesor de Geografía por el Instituto Superior del Profesorado “Dr. Joaquín V. González”, con especializaciones en Geografía de África y Oceanía, Geografía de Asia y Geografía de la República Argentina – Procesos Sociales y Económicos. Actualmente se encuentra en el proceso de elaboración de tesis final de la Maestría en Sociología Política Internacional por la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
También es Docente en nivel medio, en formación docente por el Instituto Superior del Profesorado “Dr. Joaquín V. González” y a nivel superior por la Universidad Autónoma de Entre Ríos.
Muy interesantes el artículo y tus análisis respecto de un tema recurrente.
En los últimos años me pregunto e interpelo a los alumnos acerca de una cuestión vinculada a las soberanía (s): en el siglo XXI resulta anacrónico pensar a los estados de la misma forma que se los consideraba en la época de surgimiento de los mismos: Estado – nación = territorio = fronteras = soberanía = ciudadanía = homogeneidad/identidad socio-cultural.
En virtud de los procesos de globalización en ciernes, los movimientos migratorios y de refugiados, los Estados son cada vez más multiculturales. Si a ello agregamos, como sucede en Europa, el avance de movimientos nacionalistas, posfacistas, independentistas y separatistas que cuestionan la multiculturalidad de las sociedades modernas y proponen el regreso a la idea de Estado – nación decimonónica, a la que se suman la multiplicación de muros, vallas y el resugimiento de las fronteras internas en un área de libre circulación como es el Espacio Schengen, me pregunto: ¿se pueden tender puentes o diálogo entre posturas tan contrastantes?, o acaso ¿no será necesario resignificar dichas categorías conceptuales aggiornándolas al devenir de los procesos socio-culturales contemporáneos?
Me queda resonando si estas cuestiones dilemáticas, no podrían considerarse también para pensar algunos procesos identitarios que se tienen lugar en América Latina.