Aun en las representaciones cartográficas de menor escala, un meridiano suele ser poco más que una línea, un fino trazo en medio de una vastedad de topónimos dispersos, acomodados con cierto criterio a lo ancho de su superficie.
En la mayoría de los casos, ni siquiera es referida. Al igual que lo que en esencia representa, es invisible.
Hay muchos meridianos, tantos como se desee demarcar. Cualquier definición del concepto nos dirá que es “cada uno de los círculos máximos de la esfera terrestre que pasan por los dos polos”[1]. Cualquier intento de seguir su recorrido nos llevará, inevitablemente, al mismo punto de partida tras dar una vuelta virtual por el globo, sin importar si decidimos transitarla de Sur a Norte o de Norte a Sur.
Desde los abordajes tradicionales de la Geografía, un meridiano es poco más que una línea en el mapa, apenas un punto señalado con el dedo, resaltado en colores al momento de trabajar las coordenadas cartográficas. ¿O alguien, acaso, podrá negar haber coloreado algún meridiano durante su época escolar?
Sin embargo, aquella Geografía memorística, repetitiva, la clásica Geografía que al día de hoy persiste cuando nos preguntan “¿cuál es la capital de?” como si fuéramos un compendio de localizaciones y banderas, va perdiendo la batalla contra los enfoques más renovados. Contra los inquietos, contra aquellos que deciden dejar la comodidad de lado para adentrarse en el terreno de la reflexión y la inevitable pero necesaria disputa por el reconocimiento de las injusticias y las desigualdades de este mundo.
Impulsado por esta inquietud, Lluís Calvo decide desafiar lo tradicional interpelando a sus herramientas habituales y elige para esta tarea un meridiano, pero no cualquiera. Posa su interés en el Meridiano de París. Podría ser cualquier otra, desde luego, pero la selección guarda tras de sí una potente intención.
Encontrar al meridiano de París no es una tarea difícil. Una sencilla búsqueda en un navegador nos va a señalar de inmediato su posición, a escasos 2° 20´ 14.025” de longitud Este. Al igual que el resto, corta al globo terráqueo en dos hemisferios y atraviesa –además de la ciudad luz- al Mediterráneo, al continente africano, a la Antártida y a los océanos. Quizás el recorrido podría terminar allí y conformar a unos cuantos, pero no a Calvo.
El catalán, que pertenece a esa generación de mentes inquietas, decide ver lo que hay más allá de esa línea y sin perder tiempo, se sumerge en ella. Elude la oscura tinta que la señala, deja atrás la frialdad y la chatura del mapa que la contiene y bucea hasta encontrar aquello que buscaba.
Pero aquí surge, inevitable, una pregunta: ¿cómo podemos adentrarnos en un meridiano?
Los enfoques críticos de la Geografía se encargaron de desmantelar pieza por pieza gran parte de las construcciones que se habían elaborado sobre el mundo conocido y las relaciones que se daban en él. Alejados de las corrientes reduccionistas y abstractas, que convertían a la especie humana en un elemento más sobre el territorio y a las asimetrías globales en una cuestión postergada y olvidada –algo oportunamente denunciado por Yves Lacoste (1977) en “La Geografía: un arma para la guerra”-, estos abordajes críticos promovieron nuevas estrategias para interpretar los espacios.
En estos, el espacio deja de ser un mero soporte para pasar a ser espacio-tiempo (o espaciotiempo, como proponen David Harvey o Rogerio Haesbaert, entre otros), adquiriendo en el camino otras dimensiones analíticas que siempre estuvieron pero que nunca habían formado parte del corpus académico: el valor simbólico, los recorridos históricos, la memoria de los lugares, el capital cultural, las relaciones de poder, las construcciones imaginarias y discursivas y los testimonios de todos aquellos que experimentaron en primera persona la vida misma dentro de ese recorte territorial, a través de un recorrido en donde no hay unidireccionalidad sino un viaje aleatorio por ese espaciotiempo que tridimensionaliza al Meridiano y da vida al libro del autor catalán.
En este excelente ejercicio geo-literario, Lluís Calvo nos cuenta a lo largo de su obra algunas de las ilimitadas asociaciones espaciotemporales que el Meridiano de París atraviesa: de la misma forma en que Borges supo interpretar al Aleph, en el libro vemos una playa colmada de soldados huyendo, una autopista por la que todos pasan pero nadie se detiene a pensarla, las reminiscencias de Goethe en la obra de Joan Maragall, una canción que honra la memoria de la Mártir y Santa Fe de Agen, un continente que se hunde en el mar, el recuerdo de aquellos que cruzaron de Molló a Prats de Molló huyendo de la persecución franquista, una disputa geopolítica entre Gran Bretaña y Francia, las grisáceas columnas humeantes de una destrucción inevitable y las extrañas ondulaciones de los vitrales de Pierre Soulages, la Revolución Francesa y una temprana gentrificación a manos del Barón Haussmann, y todo eso que es hoy pero fue ayer y también será mañana y será siempre; contenido en el levísimo trazo de una pluma que es a su vez una serie de marcas e hitos dispersos de norte a sur a lo largo de una línea que François Aragó midió y demarcó pensando en ser el eje del mundo pero es hoy una colección de monumentos invisibles de una línea invisible.
El meridiano de París representa así la forma en la que hoy se entiende y se despliega la Geografía postmoderna sin dejar, al mismo tiempo, de realzar aquella definición clásica de línea que la caracteriza como una sucesión de puntos en el espacio, a la vez que articula una sucesión de historias, recuerdos y rarezas geográficas (a la usanza de Olivier Marchon) en una obra narrativa de calidad, de lectura amena, entretenida y –por supuesto- recomendable.
[1] Tal como puede apreciarse en la página de la RAE.